lunes, 11 de abril de 2011

Traición

“Una traición empieza a ser una traición en el mismo momento en que piensas en traicionar a alguien...”

Había leído esa frase en el perfil de alguno de sus contactos en facebook, o quizá era la frase que alguno sus compañeros había elegido para definirse en la web tan corporativamente chachi de su empresa en la que se quería demostrar que "somos los mejores, los que mejor nos llevamos, aunque todo sea mentira y nos clavemos los cuchillos por la espalda a diario".

Pero esa frase, aunque no era ni mucho menos su intención, se había insertado en su cerebelo como una canción de las grecas o un ritmo bacaladero que hubiera escuchado sin querer en una radio fórmula. El caso es que la repetía como un mantra, esperando que surtiera efecto en sus meninges y despertara de ese coma en el que la palabra traición era algo vacío, carente de significado. "No por mucho que me repita esa frase me va a hacer reaccionar", pensaba.

Tal vez su mente no estaba hecha para el “felices para siempre”, para querer toda la vida a la misma persona, para tener hijos con esa persona y hacerse vieja a su lado. Porque también sabía que esa vida traía extras, y que no todo era una peli de Julia Roberts. Esto es, malas caras la mañana después, enfados tontos, despistes, olvidos, malas palabras... vamos, que sabía que al final vivir con alguien que habías elegido no distaba mucho de vivir con alguien como tu familia que te tocaba por obligación. Y no, no se creía las vidas maravillosas que algunas de sus amigas le contaban por ahí, porque sabía que los tios así no existían, y si existían por supuesto que no eran así al 100 por 100. Algo tendrían. Pero también esas mismas amigas le habían hablado de la lealtad, la fidelidad y lo maravilloso que estar con alguien a tu lado que te quiera a pesar de todo. Sin embargo por mucho que se lo contaran no sabía si estaba dispuesta a pagar un peaje tan caro solo por no estar sola cuando cumpliera los 40.

Por eso sabía que necesitaba un desahogo, necesitaba abrir una ventana, necesitaba liberarse, necesitaba quitarse la presión que la hacía contener el aliento cada mañana, hacer todas las mismas cosas todos los mismos días y volver por la noche a la cama con esa misma presión. Y sabiendo lo que necesitaba, sabiéndolo, no lo hacía. Porque sabía que podría vivir con esa misma presión a diario, que esa presión la llevaría por inercia a tener la misma vida todos los días y asi seguiría por los siglos de los siglos (amen). Ella pensaba que todo el mundo vivía igual que ella. Que sí, que vale, que parece que somos jodidamente felices, que nuestros novios nos adoran, pero no señoras, se decía, no nos engañemos, la vida no es así. Simplemente te dejas llevar, sí le quieres pero poco más, pero no caminas por encima de la tierra a diario. Y nos engañamos porque no nos queda otra y porque es mejor vivir en compañía que estar solo. O no.
Pero una cosa, pensaba, eran los convencionalismos, ir a comer a casa de los padres los fines de semana y otra cosa los instintos. Queramos o no, se decía, hay partículas químicas en el ambiente a las que no podemos escapar y si escapamos, por pura convención, porque es lo que toca, acabaremos locos. Y así había muchos, pensaba ella. Que por no hacer caso a sus instintos más primarios estaban como putas regaderas. O como ella. Presionada y conviviendo con esa presión.
No estaba hablando por supuesto que no, de que el personal tuviera que acostarse con lo primero que viera y le gustara, no por supuesto que no, pero sí hacer caso de la química que había entre dos personas, y que tan agradable es. Las endorfinas nos hacen sentirnos más libres, más felices, y la oxitocina casi nos hace descubrir el sentido de la vida. Como no creía en dios y menos en julia roberts necesitaba de esas explicaciones para darle sentido a lo que estaba sintiendo (valga la redundancia). Y sabia que como le volviera a ver, caería.

Sexo y amor, amor y sexo, por qué siempre tenían que estar tan indisolublemente unidas. Podía haber sexo solo sexo, buen sexo. Y no pasaba nada. Siempre se preguntó por qué las de su género estaban siempre tan pendientes de que un tío con el que tuvieran sexo tuviera que convertirlas en su novia, en el centro de su existencia, solo por un polvo, o dos, solo por algo que podían vivir con cualquiera. La pregunta tenía mucho que ver con que por mucho que nos liberemos, pensaba, había mucha tía por ahí suelta que aun necesitaba a alguien que le arreglara el enchufe de la cocina, la invitara a cenar o la llevara en coche a casa. Así se sentirían estables, su vida tendía sentido, su existencia tendría una misión!.

Pero, como comprobaría pocas semanas después, por supuesto que se puede tener solo sexo. Y a veces se necesita liberar el instinto aunque solo sea una vez por semana para que la presión no te termine matando. Y descubrió que era mucho más feliz, que su vida era mucho más intensa, que la relación con su novio tenía otro matiz. Y que se sentía como aquellos reyes que necesitaban de su cortesana para que luego su mujer, la oficial se sintiera más contenta. Y que ella no era una perra por ello. O sí. Por eso no lo contaba.

Por eso, porque sabía que se gustaban, ella se lo había dejado claro. Clarisimo. Me gustas mucho. Me quiero acostar contigo. No soy ninguna guarra por eso. Él contestó que no que por supuesto que no lo había pensado. Ella le dijo que le necesitaba, que no sabía por qué pero así era. Que no es que fuera un instinto animal (recientemente oyó en un documental que precisamente los animales solo copulan por el instinto reproductor y no por puro placer como los humanos) pero que la atracción que sentía por él era tan fuerte que no se podía resistir.

Y como el que va a tenis, pilates o yoga los viernes por la tarde, ella quedaba con él. Hablaban o no, y estaban juntos un par de horas. Y por lo menos dejó de sentir esa presión. Y como no, tampoco sentía traición. Por mucho que esa frase la acompañara como una melodía machacona.