domingo, 13 de marzo de 2011

El ascensor

No sabía muy bien por qué pero le gustaba. Aunque no podía ni tan siquiera imaginarse un mayor acercamiento a él que el que en ese momento mantenían, le gustaba. Cuando viajaba en autobus, esa dichosa distancia que separaba su lugar de trabajo de su casa, le gustaba recrearse en él pero no podía, no sabía ni tan siquiera amueblar en su cabeza una historia coherente que le hiciera fantasear con él. No podía ni siquiera fantasear con él. Hay que joderse, pensaba para sí. Ni tan siquiera puedo pensar en él como me gustaría. Y todo era porque sí, solo se veían en el ascensor. Y en esa maldita torre de oficinas del lugar más pijo de Madrid, fijarse en ella era como fijarse en una diminuta hormiga en el Desierto del Sahara: Algo imposible.

Tanta enmancipación de la mujer para que me toque a mi trabajar con las barbis ejecutivas, pensaba. Todas con sus trajes de chanel, su perfume de chanel, coño que
casi podías oler sus feromonas y sentir el liguero bajo sus pantalones de marca. Ella bastante tenía con llegar, cumplir con su trabajo y contar los segundos que la separaban de esa torre acristalada de las calles de Madrid y salir a oler ese aire que la hacía casi llorar de alegría cuando bajaba velazquez, giraba por goya y bajaba por serrano hasta la plaza de la independencia. Era el aire de la libertad.

Por eso no le importaba no gastarse su sueldo en trajecitos de marca ni en perfumes inncesariamente caros, ni en peluquerías exclusivas. Es más, le gustaba ir con sus vestidos guarrindongos comprados en los chinos de Moncloa, sus manoletinas planas, planísimas, y su pelo cortado por ella misma cuando se enfadaba porque el flequillo le quedaba largo. Le gustaba cómo era, le gustaba no parecerse a sus queridas barbi compañeras, y le gustaba lo que había tras ese edificio. Le gustaba tener vida fuera de él y la vida que tenía fuera de él. Tenía amigos, un novio, aficiones y llegaba a fin de mes. Y el trabajo le gustaba lo justo como para no sucumbir durante las 8 horas que alli pasaba al desanimo, a la tentación de abrirse las venas, o de estar continuamente pensando que podía ganar cuatro veces más, (sí era triste pero era así, y lo es aunque no queramos reconocerlo), se liaba con algun jefazo que supiera descubrir su talento a golpe de retozamiento bajo las sábanas de una habitación de algun lujoso hotel (que por alli abundaban).

Pero él le gustaba. Y lo que más le gustaba es que sabía desde el minuto 0, que a pesar de no ser una de ellas y lo que es más, no importarle lo más minimo, ella le gustaba a él. Algo insólito. Pero era así. No estaba completamente segura, pero lo que más le gustaba era pensar que así era, que ella le gustaba. Y todo porque el primer día que le vio, ella iba hablando por el móvil con su mejor amiga y mantenian una interesante conversación sobre una tercera a la que había dejado el novio. La conversación era jugosa, y medio ascensor pegaba el oido para ver cómo terminaba el culebron. Y ella, por mucho que trataba que no se la oyera, sabía que era imposible, y tan enfrascada estaba en la diatriba sobre si fulanita hizo bien en tirarle la ropa por la ventana cuando él fue a buscarla, que en el fondo le daba igual que las barbi puti pijas la oyeran. Por eso, cuando colgó, y fue a dejar su movil en el bolso, alzó su mirada y le vió. Y vió que él la miraba a ella. Y lo que más, más le gustó, fue que nunca había sentido cómo el calor le subía a las sienes y le recorría un escalofrio por el corazón. Todo esto en cuestion de segundos. Y todo fue por su sonrisa de medio lado. Algo que duró un suspiro y a lo que ella dejo de prestar atención al nanosegundo de producirse. Simplemente salió y no le vio más en ese día.

A partir de ese momento, reparó en él. No era guapo, si no atractivo, que era muchisimo mejor. Cuarenta y tantos, poco pelo pero alto y pensaba que si algun científico hiciera una medición de feromonas en el ambiente las podría recoger en un frasco y patentarlas como el más potente afrodisiaco, de tantas como ella percibia en ese cubiculo de 5 metros cuadrados. Y así, la emoción de verlo iba in crescendo y, aunque agunos días iba tan pillada de tiempo que ni siquiera tenía tiempo de reparar en él, otros días le buscaba con la mirada... y si no le veía se contrariaba.

Era una especie de juego. Ella cogía ese ascensor, y no otro, porque las vistas cuando subia los 33 pisos que la separaban de su minisuplicio diario que ella se había tomado con resignación, eran inmejorables. Pero en esa torre parecía que a la gente eso le daba igual porque siempre cogían el que primero llegaba. Ella no. Siempre llegaba a las nueve menos cinco para poder esperar a ese ascensor, no le importaba si paraba en todas las plantas, porque era su minirespiro antes de alinearse en su puesto de trabajo hasta el momento de salir de nuevo a la calle. Y se dio cuenta de que a él le pasaba igual. No sabría con certeza discernir durante cuánto tiempo él hacía lo mismo antes del episodio del móvil, pero desde ese día se dio cuenta (aunque no era algo que pensara a diario, dependia de lo que tuviera en la cabeza) de que él hacía lo mismo. Y se puso a pensar, tonta de ella, que el único motivo por el que él cogia ese ascensor era porque ella también lo cogía. Pero al segundo pensaba que era ridiculo y cambiaba ese pensamiento por el de "lo cogerá por el mismo motivo que yo, tiene unas vistas inmejorables". Y así día tras día, hasta que se dio cuenta de que se levantaba con otro ánimo por las mañanas porque verle, aunque fueran unos pocos minutos, era la primera mejor cosa que le iba a pasar en todo el día, y a veces la única.

No es que no quisiera saber nada más de él. Otra en su lugar, se hubiera puesto a especular a los pocos días, dónde se baja, dónde trabaja, estará casado, será gay, será un jefazo. Ella no. Simplemente le gustaba verle. No hacía nada ni tan siquiera para acercarse. Simplemente le gustaba ver que él pasaba siempre detras de ella y que ella, arrinconada contra la pared acristalada podía verle sin ser vista. Comprobar que iba siempre perfectamente afeitado, recien duchado, que casi se podía sentir el jabón de ducha en su piel, su colonia, fresca, casi infantil, un olor que estaba segura, desaparecería a las pocas horas. Pero empezó a fijarse en que se bajaba en el piso 23. Y que en ese piso solo había consultoras económicas. Y que sí, se veían por la mañana pero nunca por la tarde. Y empezó sin casi darse cuenta, a bajar a la hora de comer. Cosa que nunca hacía porque había siempre tanto trabajo que comía pegada a su pantalla de ordenador y también porque sabía que, si bajaba y contemplaba los palacetes que la rodeaban, se le iban a quitar las ganas de volver a subir. Sabía que podía pasar que no volvería jamas alli, y era algo que no se podía permitir. No mientras tuviera que pagar una hipoteca a medias con su novio.

Bajaba a comer, pese a la tentación de darse media vuelta e irse a su casa dando un paseo por sus calles favoritas y no volver jamás, porque verle tan solo unos pocos minutos se había convertido en cosa de poco, poquisimo. Y como el que prueba algo que le gusta y no puede solo comer un poco, ella se estaba dando cuenta de que necesitaba un poquito más. No todo él entero pero sí un poquito más de él. No quería besarle, ni arrancarle la ropa como en las pelis malas, porque sabía, en su maldita racionalidad de atea convencida, que los sueños sueños son, si no simplemente verle un ratitin más. Solo eso. Y por eso empezó a bajar sistematicamente a la hora de comer. Hacía bueno y había un parque donde iban a parar los becarios, diseñadores graficos y administrativos, nunca las barbi ejecutivas, no por dios, y ella empezó a llevarse sandwiches y a sentarse en un banco con su periodico. Un banco justo enfrente de la puerta de entrada de la torre de batman como ella le gustaba llamar a su edificio. No hubiera sabido qué hacer si le veía. No quería parecer que estaba buscandole, aunque por otro lado pensaba que no estaba haciendo nada fuera de lo normal y que él estaría tan ensimismado en su vida, que ni se fijaría en ella. Pero nada. No le vio fuera de esos pocos minutos por la mañana.

Y así transcurría su vida, tan solo unos pocos meses que a ella se le antojaban rapidos, rapidisimos, porque, como confesaría tiempo después, la vida hasta las 9 y cinco de la mañana tenía otro sentido. Los atascos eran menos atascos, como diría la letra de una canción cursi. Pero era así.

Hasta que un día subieron solos. Inexplicablemente nunca había pasado pero pasó. Sería porque ya era julio y empezaban a emigrar los primeros oficinistas, a destinos tan dispares como Caños de Meca, Pekin o Punta Cana, dependiendo de sus posibilidades. Pero mantenían la misma jerarquía que cuando el ascensor iba lleno. Ella arrinconada contra el muro acristalado, él de cara a la puerta. Solo que ella, día tras día, se había ido acercando un poco más, de forma sutil, y seguía mirandole la nuca, el perfil, aspirando su olor, aun más sabiendo que nadie la miraba y estando muchas veces segura que él ni había reparado en su presencia. Ni siquiera decían buenos días, ni hasta luego. Pero pasó algo insólito. Empezaron a dejar pasar ese ascensor hasta cerciorarse de que iban los dos solos. Al principio coincidió que no subía nadie en ese cálido mes pero un día ocurrió que, cuando se iban a cerrar las puertas, una barbi en tirantes y moreno uva, subio tras ellos, y ella se sintió como si se deshiciera por la exposición al calor que a esa hora ya había en el sólido pavimento madrileño. Y al día siguiente, vio que él no estaba, y dejó pasar ese ascensor, para, al menos, cogerlo sola, cuando él llego y subió con ella y ella se puso tan contenta como si le hubiera tocado la lotería. Y al día siguiente vio cómo él esperaba, al igual que ella, a que nadie más se subiera al ascensor que solo ellos dos cogían.

Esa fue la clara señal de que él también se había dado cuenta de que era un poquito más feliz hasta las 9 y cinco, de que se había fijado en esa chica porque era como ver un trocito de rojo entre tanto gris, de que ella era como un soplo de aire fresco ante tanto perfume recargado, tanto liguero bajo los pantalones. De que ella estaba viva, viva, y que le encantaba fijarse en su felicidad, le gustaba ver cómo iba todavía con el pelo humedo a medio peinar. Le encantaba ver que siempre iba con ochenta bolsas colgadas en ambos brazos. De que a ella no le importaba aparentar nada que no era. Le encantaba darse cuenta de que seguramente era la persona más feliz del edificio, aun ganando mucho menos que las que se supone que lo eran. Y todo porque, aunque ella no quisiera darse cuenta, él ya se había fijado mucho antes en ella. Fue bastante antes del episodio del móvil. Fue el día que vio por primera vez en ese edificio a alguien con legañas en los ojos y cara de cansada, pero feliz. Y no supo cómo, pero se dio cuenta de que quería subir con esa chica en el ascensor hasta que sus días en esa torre acristalada acabaran. Y que también tenía inseguridades. Que él, que tenía a la barbi que quisiera, no se atrevía ni tan siquiera a hablar con esa chica por miedo a que ella pensara que era un gris como todos los que se subían ese ascensor. A que ella le dijera que está bien que tengan vidas separadas, él con sus barbies, ella aspirando solo a verle unos pocos minutos al día. Y así subieron peldaños en esa extraña relación, cogiendo ellos dos solos el ascensor hasta que se fueron de vacaciones y él no dejo de pensar ni un solo día en la chica del ascensor, ni ella en él. Y que a ambos les recorriera un calorcillo sumamente agradable cuando se acordaban uno del otro. Y que cuando llegó septiembre hicieron lo mismo, esperar dos, tres ascensores para subir solos. Y que, cuando un día ella no pudo más y tras él haberle rozado la mano con el dedo meñique el día anterior, le dijera, "chico, que esto no es un anuncio de colonias", él no pudiera resistirlo más, se pasara del piso 23, del 33 y del 43 y se quedara mirandola y rozara su cara para decirle. Sabía que ibas a ser maravillosa.